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miércoles, 23 de diciembre de 2015

La corrupción, el principal lastre de la competitividad de México

 Rodrigo Gallegos y Luis Mauricio Torres | 01.12.2015 Revista Este País
 
Hay que empezar por reconocer el problema. La corrupción y la falta de Estado de derecho pueden costarnos la viabilidad del país. Afectan sensiblemente la vida diaria de millones de personas y frenan el desarrollo de la economía. Hoy estamos más conscientes de esto que hace unos años, pero falta mucho —casi todo— por hacer.
 
Pese a que México subió una posición en el ranking del Índice de Competitividad Internacional del Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO) 2015, al pasar de la posición 37 a la 36 de un grupo de 43 países analizados, empeoró respecto a su calificación final de hace dos años. En otras palabras, la mejora en la posición de México se debió a la caída de otros países, más que a los avances que tuvo el país en algunos de los indicadores durante estos últimos dos años (ver la Gráfica 1).
Algo similar le sucedió a la competitividad global de los países analizados, que cayó en promedio dos por ciento respecto a la calificación de hace dos años, a pesar de que hubo avances en cerca de dos terceras partes de los indicadores. Entre los rezagos que ocasionaron este retroceso a nivel mundial están los mayores costos de la delincuencia y una menor protección a acreedores y a la propiedad, la menor estabilidad política y una mayor probabilidad de interferencia militar, y la menor seguridad en internet, el encarecimiento de la logística y la menor calidad de transporte intraurbano, entre muchos otros.

La situación de México
La nueva edición del Índice de Competitividad Internacional del IMCO considera más de 130 indicadores organizados en los tradicionales 10 subíndices de competitividad. De estos subíndices, el que representó el rezago más importante para el país es el de Estado de derecho, que evalúa la existencia de reglas claras, certeza jurídica, seguridad pública y corrupción. En este subíndice México solo supera a Colombia, Nigeria y Guatemala. Tal parece que la incertidumbre jurídica se ha vuelto la regla para hacer negocios en el país y que la corrupción se ha mostrado como una de sus principales causas. Los otros subíndices en donde el país se encuentra más rezagado son Sectores precursores de clase mundial (38), Aprovechamiento de las relaciones internacionales (37) y Sociedad incluyente preparada y sana (37).

Por otro lado, el subíndice mejor evaluado de México es el de Economía estable y funcional, donde obtuvo el lugar 26. Hace apenas cinco años (en 2009), en plena crisis financiera global, México cayó hasta la posición 36; sin embargo, en los años siguientes logró recuperar 10 lugares frente a los demás países y posicionarse ligeramente por arriba de la media mundial. Este es el único subíndice donde el país se encuentra por arriba de la media de los 43 países analizados (ver la Gráfica 2).

Los resultados del IMCO coinciden en lo general con los de los índices de competitividad del Foro Económico Mundial (WEF, por sus siglas en inglés) y del International Institute for Management (conocido como IMD). La estabilidad macroeconómica es una de las pocas fortalezas del país, y sus rezagos institucionales una de sus principales debilidades.

El índice del WEF sitúa a México en el lugar 57 de 140 economías en 2015, cuatro posiciones arriba que el año anterior, solo detrás de Chile, Panamá y Costa Rica en América Latina. Entre las principales debilidades de México destaca la calidad de las instituciones y la eficiencia del mercado laboral.

Por otro lado, el IMD otorga a México el lugar 40 de 60 países evaluados. El mejor subíndice para nuestro país es el de Desempeño económico, donde obtiene el lugar 18. El peor, el de Infraestructura, donde se encuentra en la posición 51, mientras que en Eficiencia de Gobierno y Marco institucional, el país se encuentra en el lugar 41.

Si bien es cierto que las recientes reformas estructurales se hicieron para atacar algunos de los retos planteados por las tres instituciones, los frutos no se verán sino hasta los próximos índices, ya que la mayor parte de estos reportes se construyen con datos de 2013 o 2014 y anteriores.
El acceso a más información, una sociedad más demandante y los casos de corrupción ligados a los más altos niveles del Gobierno han mostrado cómo la corrupción se ha convertido en uno de los principales obstáculos para la competitividad del país
Una de las lecciones que se desprenden del análisis de estos índices en el tiempo es que la resiliencia que ha mostrado la economía mexicana sirve como prueba de que México puede recuperarse en el corto plazo si cuenta con instituciones confiables y estables como el Banco de México, que al controlar de forma eficiente la inflación da certidumbre para inversiones de largo plazo y un crecimiento económico sostenido.

En otras palabras, la fragilidad institucional que caracteriza los subíndices más rezagados del índice no representa un destino inamovible para el país. Así como México ha logrado consolidar su estabilidad económica, es posible encontrar soluciones a nuestros problemas institucionales, cuya gravedad está ligada en parte a la falta de confianza en organizaciones como la policía y los partidos políticos, por la corrupción e impunidad que los caracteriza.

Retos y soluciones
El análisis del IMCO señala diversos retos en cada uno de los subíndices:

a. Estado de derecho. Los crecientes costos de la delincuencia, la inseguridad y la corrupción, que han deteriorado la competitividad de México.
b. Medio ambiente. El creciente problema del estrés hídrico y la mayor vulnerabilidad climática.
c. Sociedad. Los padecimientos relacionados con la diabetes, que implican un mayor desembolso para las familias mexicanas; la caída en la cobertura de vacunación, así como la baja calidad educativa y los crecientes niveles de pobreza.
d.  Político. La poca libertad de prensa, la baja competencia electoral y una mayor posibilidad de conflicto armado e interferencia militar.
e. Gobiernos. El rezago en calidad del Gobierno electrónico y facilidad para pagar impuestos.
f. Factores de producción. Las ineficiencias en los procesos productivos, tanto por los altos niveles de informalidad en la economía como por la baja productividad laboral y de los factores.
g. Economía. El menor desarrollo de los mercados financieros, incluso en comparación con economías similares.
h. Infraestructura. Las altas pérdidas del sistema eléctrico nacional y la baja penetración de telecomunicaciones.
i. Relaciones internacionales. La poca diversificación de nuestro comercio internacional.
j. Innovación. El poco gasto en investigación y desarrollo, así como el nivel muy bajo de registro de patentes y certificación de las empresas.

Para enfrentar dichos retos, el IMCO propone una agenda de 30 acciones generales. Estas recomendaciones buscan mejorar las áreas de oportunidad en los temas y campos evaluados por el Índice de Competitividad Internacional. Sin embargo, en este índice la falta de Estado de derecho y específicamente la corrupción fueron los principales temas de investigación. El acceso a más información, una sociedad más demandante y los casos de corrupción ligados a los más altos niveles del Gobierno han mostrado cómo la corrupción se ha convertido en uno de los principales obstáculos para la competitividad del país.

Además, si se contrasta la situación de México con los avances en el combate a la corrupción que han tenido otros países de la región —como Colombia, Brasil y Guatemala— se vuelve más evidente la necesidad de trabajar en cambios profundos para reducir el costo de este problema para el país. Por ello, a continuación mencionamos algunas de las principales acciones a tomar en este sentido:

1. Robustecer el Sistema Nacional Anticorrupción (SNA), que surge de una reforma constitucional para crear un modelo de articulación de leyes y entidades públicas a fin de regular, prevenir, investigar y sancionar actos de corrupción. Lo primero que deberá esclarecerse en las leyes secundarias es una tipología de delitos de corrupción y sanciones claras. La legislación mexicana no cuenta con una definición y una descripción claras de conductas delictivas que podrían ser catalogadas como actos de corrupción. Las sanciones correspondientes tampoco son suficientemente puntuales. Muchas veces, los casos identificados son desestimados por las autoridades administrativas o judiciales por estos problemas de ambigüedad.

2. Crear sistemas anticorrupción a nivel local con una legislación homologada. Debe existir una armonización de códigos penales locales para acercarse al estándar de la Ley Federal Anticorrupción. Las inconsistencias entre estados en delitos vinculados con actos de corrupción deberían ser cosa del pasado.

3. Capacitar a los ministerios públicos. No todos saben llevar casos dentro del marco del SNA. Para ello, se deberá entrenar a los mp para trabajar expedientes e impugnaciones de forma efectiva en la materia, de otra forma se pone en riesgo el objetivo de sancionar penalmente la corrupción.

4. Implementar leyes similares al Whistleblower Act y el False Claims Act de Estados Unidos. La primera ofrece protecciones legales y recompensas a aquellos que informen sobre actos fraudulentos en el sector público o privado. La segunda permite a actores privados hacer una demanda en nombre del Gobierno por alguna pérdida que este haya sufrido por fraude, cohecho o peculado, entre otros delitos. El agente tiene derecho a una parte de lo recuperado por el delito. Ambas legislaciones incentivan a los ciudadanos con conocimiento de actos de corrupción a que los señalen.

5. Promover la firma de un acuerdo anticorrupción para Norteamérica en el marco del comercio internacional y las relaciones con nuestros socios más importantes. Esto tendría la finalidad de homologar las prácticas anticorrupción en las empresas de Norteamérica.

El Índice de Competitividad Internacional 2015 muestra que la principal debilidad que México tiene para elevar su competitividad se encuentra en la falta de Estado de derecho. Mientras el país no logre mejorar su legislación, reducir la impunidad, incrementar la confianza en sus instituciones y, sobre todo, combatir efectivamente la corrupción, será difícil crear condiciones favorables para el desarrollo. Las 30 propuestas del imco son una guía de políticas públicas necesarias para avanzar hacia una mayor capacidad para atraer y retener talento e inversión. Implementar estas 30 propuestas y atender las recomendaciones en materia de combate a la corrupción debe convertirse en la prioridad de la política pública en los próximos años. 
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RODRIGO GALLEGOS es director de Cambio Climático y Tecnología en el IMCO.  LUIS MAURICIO TORRES es investigador en el IMCO.

jueves, 3 de diciembre de 2015

Defendemos la gratuidad de la propaganda electoral

Las elecciones presidenciales de 2018 ya están a la vista de partidos, precandidatos y medios de comunicación. Distintas voces tanto en el PRI como en el PAN han sugerido modificar el actual modelo de comunicación político-electoral y permitir que partidos y candidatos contraten espacios en radio y televisión para dar a conocer sus mensajes y propuestas.

Los radiodifusores privados aprovecharon su reunión anual de industriales para insistir en su petición de revertir lo logrado en la reforma electoral de 2007 y retroceder al modelo de comunicación política basada en la compra de espacios y spots en los medios electrónicos tradicionales.

La reforma constitucional de 2007 en materia electoral nombró al actual Instituto Nacional Electoral (INE) como autoridad única para la administración del tiempo que corresponda al Estado en radio y televisión. Destinó 48 minutos diarios en radio y televisión, desde el inicio de las precampañas y hasta el día de la jornada electoral, para mensajes de la autoridad y de los partidos. Asimismo, reiteró el derecho de los partidos a tener espacios en los medios de comunicación electrónicos e introdujo implícitamente la prohibición de compra-venta en radio y televisión.

La Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales sanciona a los partidos, agrupaciones, aspirantes, candidatos o ciudadanos que contraten de forma directa o indirecta tiempo en cualquier modalidad de radio y televisión. Asimismo, sanciona a los concesionarios y permisionarios que vendan tiempo de transmisión, en cualquier modalidad de programación, a los partidos, aspirantes, precandidatos o candidatos a cargos de elección popular. También prohíbe la difusión de propaganda política o electoral, pagada o gratuita, ordenada por personas distintas al INE.

Si bien la reforma de 2007 y 2008 limitó el derecho de contratación y venta de partidos, particulares y medios, respectivamente, garantizó la libertad de expresión porque salvaguardó el derecho de los partidos de informar a la ciudadanía sin necesidad de utilizar recursos públicos para pagar por aparecer en las trasmisiones de radio y TV.

La libertad de expresión también quedó a salvo porque la distribución de los tiempos de los partidos políticos se define conforme a los resultados electorales y la representación en el Congreso de la Unión. Asimismo, la reforma electoral de 2007 garantizó la equidad de la contienda electoral, porque la presencia en la radio y la televisión ya no depende del dinero que se destine para comprar espacios ni de las negociaciones entre partidos, candidatos y empresas de radiodifusión. Con ello se salvaguardan los principios rectores del INE en materia de certeza, legalidad, independencia, imparcialidad, máxima publicidad y objetividad.

Algunos dirigentes políticos que en 2007 avalaron la reforma electoral y el actual modelo de comunicación política, hoy plantean modificar la Constitución y retroceder al esquema en el cual las televisoras y las emisoras de radio cobraban a los partidos y candidatos por aparecer en la pantalla o tener voz en el cuadrante.

Si bien el esquema de “spotización” de la política merece una discusión más amplia sobre la mejor manera de fomentar el debate y la deliberación de ideas durante los procesos electorales, el actual modelo de comunicación política que prohíbe la contratación de tiempos en radio y televisión sigue siendo vigente y debe conservarse en los términos como está previsto en los artículos 41 y 134 constitucionales.

En efecto, los 48 minutos diarios a disposición de los partidos en cada estación de radio y televisión son demasiados. Con las reglas vigentes sólo se pueden utilizar para spots de 120, 60 ó 30 segundos. En todo caso, es preciso modificar esas reglas para que el tiempo asignado a partidos y campañas sea utilizado en programas de deliberación política, pero sin dejar de defender la gratuidad de la propaganda electoral como uno de los pilares de la equidad en la competencia política.

La gratuidad de la propaganda electoral en procesos de elección popular es una práctica común en democracias desarrolladas donde el dinero no determina la relación entre política y medios de comunicación. Estos últimos están obligados a dar un trato equitativo a todas las fuerzas políticas, a garantizar la libertad de expresión y el derecho a la información de los ciudadanos para conocer y contrastar las ofertas electorales. Incluso en modelos electorales como el francés, son los medios y no los políticos los que están sometidos a un estricto régimen regulatorio y de sanciones.

Durante la elección federal de 2006, la última que permitió la compra de espacios en los medios electrónicos, el trasiego de recursos públicos a las tesorerías de los canales de televisión y estaciones de radio fue de mil 984 millones de pesos, equivalente a 47 por ciento del total del financiamiento público de los partidos en 2006 (4,171 mdp). Esa es la cifra que los radiodifusores privados buscarían recuperar como parte de sus ingresos y modelo de negocio en procesos electorales.



Los dirigentes y los legisladores de todos los partidos representados en el Congreso de la Unión deben preservar el compromiso asumido en la reforma electoral de 2007. La intención de modificar la Carta Magna y volver al esquema de compra-venta de tiempos en radio y televisión y de discrecionalidad en la relación entre candidatos y medios en tiempos electorales, no sólo sería un retroceso democrático sino que afianzaría la sumisión de los partidos y los políticos al poder de los medios electrónicos. Tampoco debe ser vista como una oportunidad para congraciarse con las televisoras y obtener favores de cara a la elección federal de 2018.

La democracia electoral no debe ser vista como un negocio de las televisoras y radiodifusoras. Estas empresas tienen concesionado un recurso propiedad de la nación que es el espectro radioeléctrico, el cual cumple una función de interés público y beneficio social. Como tal, este recurso debe utilizarse en todo momento para que los ciudadanos ejerzan su libertad de expresión y derecho a la información. 
 
Lic. Jorge Fernando Negrete P.
Presidente del Consejo Directivo de la Amedi

Dr. Raúl Trejo Delarbre
Presidente del Consejo Consultivo


Consejo Directivo

miércoles, 2 de diciembre de 2015

La Suprema Corte frente a su encrucijada

 Saúl López Noriega

Existe una fundada preocupación por el futuro de la Suprema Corte de Justicia. Diversos nichos académicos, periodísticos y del activismo social consideran que la renovación de dos ministros, que se efectuará antes de que concluya 2015, será clave para definir el rumbo de la justicia constitucional en los siguientes años. Es cierto que en una institución como la Corte, que se integra por 11 jugadores, el cambio de dos de ellos modifica el equilibrio de fuerzas que define el sentido de sus votaciones. Sin embargo, en esta ocasión se han reunido otros ingredientes que justo vuelven a este proceso de renovación particularmente relevante. 

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Hay que recordar, en primer lugar, que el nombramiento de Eduardo Medina-Mora como ministro a principios de este año, suscitó una acalorada discusión que por primera vez en la historia reciente rebasó la nata de los abogados y, por algunos días, se ubicó en el centro de la opinión pública. Saltaron críticas, estridencias y peroratas. Pero lo que realmente levantó las cejas de algunos, con independencia de las cualidades como jurista de Medina-Mora, fue el precedente que implicó su nombramiento: un presidente de la República, después de varios lustros, se animó a impulsar a un candidato a la Corte muy cercano a él y que además fue integrante de su administración. Es cierto: es una ingenuidad exigirle a los presidentes que sean imparciales en este tipo de decisiones. Barack Obama, por ejemplo, al nominar a Sonia Sotomayor y Elena Kagan a la Corte Suprema estadunidense, destacó precisamente su singular manera de entender el derecho e, inclusive, varios aspectos de su vida personal. Kagan, de hecho, al ser nominada, era la fiscal general de la administración de Obama. 

El punto delicado, entonces, no es que haya subjetividad detrás de la nominación presidencial de un abogado a una Corte constitucional, sino el tipo de resorte de esa parcialidad. Es decir, ¿qué sesgo es más deseable? Aquel que se inclina por un candidato con el que se comparte una idea del papel de la Constitución para articular una determinada visión de la sociedad o aquel que es fruto de una cercanía basada en lazos de amistad, filiaciones partidistas y batallas políticas. En este sentido, la primera nominación judicial del presidente Peña Nieto entreabrió una puerta que permitió percibir en el horizonte de la designación de ministros, cuotas partidistas, abolladuras a la división de poderes y una falta de reflexión seria sobre qué tipo de tribunal constitucional necesita el país. Por ello, no pocos han señalado que bien valdría mantener cerrada esa puerta. Los riesgos no son menores, sobre todo si consideramos la histórica intromisión del presidente de la República en la vida de los otros poderes y la aún joven autonomía de la Corte. 

Otro ingrediente significativo en este proceso de renovación es la idea, poco atinada, que ha permeado en el Poder Judicial y, más grave todavía, en las instituciones que definen la integración de la Suprema Corte. Se trata de la creencia de que es indispensable mantener un equilibrio al interior de la Corte entre ministros de carrera judicial y ministros ajenos al invernadero de los tribunales. En los últimos procesos de renovación se ha tenido el cuidado de mantener este balance; en concreto, asegurar un mínimo de jueces constitucionales de carrera judicial —el cual hoy asciende a cinco frente a seis ministros externos. ¿Cuál es el riesgo, no obstante, de renovar la Corte bajo este dogma? Un primer punto es que el éxito de las cortes constitucionales depende en buena medida de la diversidad de sus integrantes: jueces de carrera, también académicos, litigantes y funcionarios públicos de otras ramas del gobierno. Una Corte sin este componente corre el riesgo de resolver los múltiples casos que conoce a partir de una visión monolítica de lo que es la justicia constitucional, sin tener oportunidad de oxigenarse con ideas y perspectivas variopintas.

Algo más: desde hace varios años la Corte ha sido el campo de una batalla por el derecho. Esto es, un enfrentamiento entre diferentes maneras de entender esa herramienta que es el derecho y, no menos importante, su papel frente a los conflictos sociales. Concepciones que con el tiempo se han vuelto cada vez más relevantes para definir los grandes asuntos que llegan a la Corte y que actualmente es posible identificar de manera más o menos clara en dos bloques de ministros. Por un lado, un grupo que entiende el derecho desde una óptica provinciana, formalista y rígida; por el otro, el bloque que lo ve desde una trinchera internacionalista, garantista y creativa. Hay excepciones, por supuesto, pero algo interesante es que en principio los ministros de carrera judicial tienden a ubicarse en el primer grupo. Esto, a mi juicio, es resultado del tipo de transición democrática de nuestro país y el impacto de ésta en la Suprema Corte. En efecto, las enormes ventajas que ofrece una transición gradual hacia la democracia sin un quiebre o punto de inflexión social e institucional, ha tenido un costo muy puntual en la Suprema Corte: oscilar entre viejas prácticas de la impartición de justicia y esfuerzos por dar el salto para erigirse en una institución medular de nuestra democracia.  

Este ha sido el ritmo que ha marcado el rumbo de la Corte, por lo menos, desde el año 2000. Así como adopta decisiones de avanzada que amplían la protección de derechos reproductivos y de la diversidad sexual, de repente lanza sentencias en contra de un adecuado ensamblaje de nuestra Constitución con el derecho internacional o que fortalecen la figura del arraigo —ese limbo jurídico que justifica que la autoridad nos prive de la libertad sin ningún indicio, prueba o acusación formal—. Mientras impulsa programas pedagógicos para el resto del Poder Judicial en materia de derechos humanos; al mismo tiempo, con un claro tufo autoritario, cuelga en la entrada de su edificio una colección de pinturas de los ministros aún en funciones —los mismos ministros autorizan un presupuesto con dinero público para hinchar su vanidad con óleo.1 De igual forma, si bien promueve políticas de transparencia de su trabajo jurisdiccional y adopta ciertas medidas de austeridad en su presupuesto, también consiente un histórico nepotismo y tráfico de influencias que cristaliza en un rancio patrimonialismo que considera que el Poder Judicial es de ciertos grupos y familias.

Por ello, es de suma relevancia quebrar ese falso equilibrio entre ministros externos y de casa. No sólo por la indispensable pluralidad que debe existir en una Corte constitucional, sino también porque justo en el momento de consolidación democrática que se encuentra el país es clave que la justicia constitucional se guíe por formas de entender el derecho y la administración de justicia frescas e innovadoras. Una aclaración: no se trata tampoco de que los ministros deban compartir necesariamente una agenda de valores liberales a favor de la interrupción del embarazo, el matrimonio entre personas del mismo sexo y demás temas peliagudos. Más bien, el alegato, insisto, se dirige a la manera como se entiende y usa el derecho para impulsar valores, sean conservadores o liberales. 

De ahí que la renovación en los siguientes días de los ministros Juan Silva Meza, Olga Sánchez Cordero y pronto, en 2018, de José Ramón Cossío, sea todavía más crítica. Sus votos, con sus respectivas diferencias en estilo, ambiciones y sofisticación constitucional, han sido el pegamento institucional para construir algunas de las cadenas de precedentes más sólidas de la Corte en temas nada menores como libertad de expresión, debido proceso y protección de la familia. Es cierto: hay ministros de más reciente ingreso, como Arturo Zaldívar, que han tomado la estafeta para continuar de manera sólida esta labor. Sin embargo, el trabajo de la Suprema Corte se define a partir de una lógica aritmética. Más allá de los argumentos, es indispensable sumar votos. Una renovación, por tanto, de estos ministros por otros abogados que no compartan una visión del derecho similar sería la antesala para quebrar este precario equilibrio y definir finalmente, al menos durante los siguientes años, la balanza entre estos dos polos: pasado y futuro de la justicia constitucional.  

La Suprema Corte, ciertamente, es el último de los poderes del Estado que adquirió el protagonismo que legítimamente le corresponde en la nueva dinámica democrática del país. A pesar de ciertos destellos mediáticos que han suscitado algunas de sus decisiones, sigue siendo un bicho raro, un animal exótico para el grueso de la población y la opinión pública. Hay que tener presente que la Corte, más allá de sus ritos, formalismos y ridículos uniformes de trabajo, es una arena de juego única en el entramado institucional en el que compiten diferentes proyectos y visiones del mundo. Es una cancha privilegiada para el peloteo de los valores que integran la pluralidad de las democracias contemporáneas y en donde el juego consiste en definir los valores que protege la Constitución y la forma idónea de protegerlos. El forcejeo, vale subrayarlo, no sólo se da entre los litigantes que buscan una resolución favorable a sus intereses. Más aún: la verdadera pugna por formalizar mediante sentencias ciertas ideas y concepciones se da entre los mismos ministros. Es ahí donde nuestros jueces constitucionales, a través de diferentes estrategias, logran mayorías para que prevalezca cierta lectura de las libertades y de las competencias estatales. Y eso es, precisamente, lo que está en el aire en las siguientes designaciones de ministros: el calibre de los jugadores que definirán los valores de nuestra democracia.


Saúl López Noriega

Profesor asociado del CIDE. Su libro más reciente: Manual de periodismo judicial. Tribunales y opinión pública, Tirant Lo Blanch, México, 2015.

1 Los únicos ministros en funciones que no tienen un retrato en esa colección son Eduardo Medina-Mora y Arturo Zaldívar.

martes, 17 de noviembre de 2015

Estándares internacionales para la integración de las Cortes Supremas: el caso mexicano

Hace unos días, comenzó el proceso constitucional de selección de las dos personas que ocuparán próximamente las vacantes al cargo de ministros de la Suprema Corte. Ello es así en función del envío de la terna de candidatos a tal encargo por parte del Ejecutivo federal al Senado de la República.

Ya se ha escrito en torno al procedimiento de selección y designación de ministros en este espacio, El Juego de la Suprema Corte, funcionando como foro de debate desde diferentes perspectivas.1 En esta ocasión, quisiésemos aportar a la discusión tomando como punto de partida los estándares y buenas prácticas que desde el derecho internacional de los derechos humanos se ofrecen en relación con este tipo de designaciones de funcionarios judiciales de la más alta jerarquía.

Se parte, por supuesto, de una premisa básica en cualquier Estado de derecho: el ya clásico principio de división de los poderes públicos. Uno de los objetivos principales de este principio, en los actuales Estados constitucionales es garantizar de manera efectiva la independencia del poder judicial respecto de los demás poderes públicos.2 Por ello, desde el derecho internacional se ha reconocido que la independencia del poder judicial configura una norma consuetudinaria internacional y un principio general del derecho.3 De ahí que diversos organismos internacionales señalan presupuestos necesarios e indispensables para garantizar dicha independencia, siendo uno de ellos, desde luego, la existencia de un procedimiento adecuado de nombramiento y selección de miembros del poder judicial, en particular de las altas cortes. Los organismos internacionales sostienen que tal procedimiento debe incorporar ciertos criterios que ahora enunciaremos, relacionándolos con el caso mexicano.

a) Igualdad de condiciones y no discriminación.4 Una característica, aunque contingente, de la configuración de nuestra Suprema Corte ha sido la poca o nula representación de los diversos sectores que conforman la población, principalmente –aunque no los únicos- los de mujeres, comunidades indígenas y personas con discapacidad.

Por ejemplo, la realidad de la poca representatividad de las mujeres en la Suprema Corte5 es bastante obvia: en pleno 2015, solamente dos de sus miembros son mujeres y una de ellas está a días de terminar su encargo. Por lo que hace a las comunidades indígenas o personas con discapacidad, la representación es nula. Dicha situación es consecuencia directa de la discriminación histórica que han sufrido estos sectores poblacionales en nuestro país, misma que se refleja en la falta de condiciones institucionales y materiales que les hacen casi imposible acceder en igualdad de circunstancias a esos puestos.

b) Selección basada en el mérito y las capacidades. Otro de los criterios es el que exige que los miembros de la judicatura sean seleccionados «exclusivamente por el mérito personal  y su capacidad profesional, a través de mecanismos objetivos de selección y permanencia que tengan en cuenta la singularidad y especificidad de las funciones que se van a desempeñar».6

Este criterio es, sin duda alguna, de vocación meritocrática. No cualquier persona debe ocupar el cargo judicial más importante del país, y nuestra Constitución no desconoce tal exigencia. Se requiere que la persona designada cuente con un título profesional de licenciatura en derecho expedido al menos diez años antes de la designación por autoridad o institución legalmente facultada; de forma similar, se establece que los nombramientos «deberán recaer preferentemente entre aquellas personas que hayan servido con eficiencia, capacidad y probidad en la impartición de justicia o que se hayan distinguido por su honorabilidad, competencia y antecedentes profesionales en el ejercicio de la actividad jurídica».7

Pareciere ser que con tales prescripciones constitucionales sería suficiente considerar como satisfecho este criterio. No obstante, es de enfatizarse que los méritos personales y las capacidades profesionales tendrían que basarse en criterios objetivos y preferentemente evaluados por un órgano técnico o especializado. En nuestro caso, contamos con el Consejo de la Judicatura Federal, que tiene a su cargo, entre otras, la importante función de examinar objetiva y exhaustivamente la designación de las personas que integran la judicatura federal, a excepción de aquellas que han de ocupar el cargo de ministro de la Suprema Corte.8 En cambio, estas últimas son designadas por el Senado de la República, un órgano eminentemente político y que, por la naturaleza de las decisiones que toma, no garantiza de manera alguna la objetividad en la búsqueda de los méritos y capacidades exigidas. Además, quien propone las ternas de candidatos al cargo es el presidente de la República,9 pero en tal labor no está constreñida por norma alguna que limite la amplísima esfera de discrecionalidad con la que cuenta.

c) Nombramientos a cargo de órganos políticos. Respecto de los procesos de selección y nombramiento de miembros de las altas cortes, existe una tendencia en nuestra región consistente en la participación directa de órganos del Estado en ellos10 -a esta práctica se le ha denominado «nombramientos políticos».11  Como adelantado, el modelo mexicano no es la excepción: intervienen directamente el ejecutivo, integrando la terna de candidatos, y el Senado, encargado de la designación.

La idoneidad de los nombramientos políticos ha sido cuestionada por distintos órganos internacionales. El Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la independencia de los magistrados y abogados ha señalado el riesgo de politización que supone la participación del poder legislativo, así como el peligro para la protección de los derechos humanos que podría implicar la intervención del ejecutivo.12 Igualmente, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha estimado que la propia naturaleza de las autoridades políticas puede –aunque no necesariamente- representar riesgos para la independencia de los operadores jurídicos designados por órganos políticos.13

Aunque es cierto que con la participación directa de los órganos políticos se aumentan los riesgos de politización, en realidad, lo que cabría criticar es, en todo caso, la falta absoluta de garantías efectivas y suficientes que aseguren, con independencia del tipo de órganos intervinientes, que los nombramientos no se basan exclusivamente en razones políticas, más que meritocráticas.

d) Publicidad y trasparencia.14 Como último criterio, hay que indicar que el proceso de selección y designación de ministros en México está completamente cerrado a cualquier tipo de participación de la sociedad civil, desde el escrutinio público hasta la posibilidad de impugnación de candidatos. Este es un factor que aumenta la discrecionalidad de los poderes políticos intervinientes, sobre todo del ejecutivo e implica el riesgo de que la selección obedezca a intereses de poderes institucionales o de facto, en lugar de corresponder a la competencia y aptitudes de cierta persona para ocupar el puesto.

De todo lo hasta aquí mencionado se hace evidente, de acuerdo con los estándares y buenas prácticas internacionales, la necesidad urgente de revisar y, eventualmente, reformular nuestro actual procedimiento de selección y designación de personas para ocupar el cargo de ministro de la Suprema Corte, si queremos ofrecer garantías de la independencia e imparcialidad del tribunal de más alta jerarquía en el país, que son, a su vez, algunas de las garantías del derecho de acceso a la justicia.

En sí, se podrían buscar opciones que logren garantizar procedimientos objetivos e imparciales. Se puede pensar, por ejemplo, en trasferir estos procedimientos a la competencia del Consejo de la Judicatura Federal, como órgano técnico e imparcial que evalúe objetivamente, sin discriminación, los méritos y las capacidades de los candidatos, incluso a través de exámenes o concursos de oposición; también, y como aspecto fundamental para garantizar la legitimidad de los nombramientos, se podría sopesar la necesidad de incluir, durante los procedimientos de selección, audiencias o entrevistas públicas, adecuadamente preparadas, en que la ciudadanía, las organizaciones no gubernamentales y otros interesados tuvieran la posibilidad de conocer los criterios de selección, así como impugnar a los candidatos y expresar sus inquietudes o su apoyo.15 Estas dos alternativas facilitarían el cumplimiento del deber de toda autoridad pública de motivar suficientemente su actuar, al exteriorizar la justificación razonada de sus decisiones, lo que le otorga credibilidad en el marco de una sociedad democrática.16

Sin embargo, queremos dejar en claro que los órganos internacionales no imponen la obligación de tener un determinado modelo de selección y designación de los integrantes de los tribunales de la más alta jerarquía. Así, lo que en realidad nos debe ocupar es que los procedimientos que se escojan acoten los altos grados de discrecionalidad actuales, impidiendo que degeneren en arbitrariedad o en mera politización en detrimento de la independencia del poder judicial cuya principal función es garantizar los derechos de todas las personas, más allá de una determinada agenda legislativa o de los intereses de un gobierno.

Carolina Garza Elizondo. Pasante Jurídica en el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL), Washington, D.C. Twitter: @carogarzae

Gerardo Mata Quintero. Estudiante de la Maestría en Derechos Humanos de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad Autónoma de Coahuila. Twitter: @Geraius

1 Se recomienda, entre otras, las colaboraciones de Andrea Pozas Loyo y Julio Ríos Figueroa (aquí), de Francisca Pou Giménez (aquí), de Pedro Salazar Ugarte (aquí), de David Lobatón Palacios (aquí), y el debate entre Carlos Bravo Regidor, Estefanía Vela, Javier Martín Reyes y Regina Larrea Maccise (aquí).
2 Corte Interamericana de Derechos Humanos (CoIDH). Caso Tribunal Constitucional vs. Perú. Sentencia de fondo, reparaciones y costas. 31 de enero de 2001. Serie C no. 71, §73.
3 Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Garantías para la Independencia de las y los operadores de justicia. Hacia el fortalecimiento del acceso a la justicia y el Estado de Derecho en las Américas. OEA/Ser.L/V/II. Doc.44, 5 de diciembre de 2013, §30.
4 Ídem, §§59ss.
5 Véase el recuento de la historia de las mujeres en la Suprema Corte que hace Julio Martínez Rivas (aquí).
6 CoIDH. Caso Reverón Trujillo vs. Venezuela. Sentencia de excepción preliminar, fondo, reparaciones y costas. 30 de junio de 2009. Serie C no. 197, §72. También, Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, Observación general no. 32, CCPR/C/GC/32, 23 de agosto de 2007, §19.
7 Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Art. 95, párr. 1º, fracc. III, y párr. 2º.
8 Ídem, art. 94, párr. 2º.
9 Véase, ídem, art. 96.
10 CIDH, Garantías para la independencia de las y los operadores de justicia…, nota 3 supra, §101.
11 ONU. Consejo de Derechos Humanos. Promoción y protección de todos los derechos humanos, civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, incluido el derecho al desarrollo. Informe del Relator Especial sobre la independencia de los magistrados y abogados, Leandro Despouy, A/HRC/11/41, 24 de marzo de 2009, §25.
12 Ídem, §§25-26.
13 Garantías para la independencia de las y los operadores de justicia…, nota 3 supra, §103.
14 Ídem, §§79ss.
15 En tal sentido, véanse, ONU. Consejo Económico y Social. Comisión de Derechos Humanos. Informe del Relator Especial sobre la independencia de los magistrados y abogados, Leandro Despouy. Adición. Informe preliminar sobre la misión al Ecuador. E/CN.4/2005/60/Add.4, 29 de marzo de 2005, § 5; y, CIDH. Garantías para la independencia.., nota 3 supra, §81.
16 CoIDH. Caso Apitz Barbera y otros (“Corte Primera de lo Contencioso Administrativo”) vs. Venezuela. Sentencia de excepción preliminar, fondo, reparaciones y costas. 5 de agosto de 2008. Serie C no. 182, §77.

sábado, 7 de noviembre de 2015

“Ley Fayad” criminaliza libertad de expresión

En las sociedades de la información y cada vez más conectadas, la libertad de expresión y el derecho a la información se ejercen con más frecuencia a través de todas las plataformas digitales y tecnológicas, entre ellas la Internet y las redes sociales.
Ante la estructura vertical de los medios de comunicación tradicionales como la prensa y la radiodifusiónque restringen o limitan la pluralidad y la diversidad de voces y opiniones, las personas han encontrado en espacios de microblogging como Twitter y Facebook, entre otras, herramientas para crear y expresarse,manifestar apoyos a causas comunes, realizar denuncias ciudadanas, hacer reclamos, exigir transparencia y demandar rendición de cuentas de los personajes públicos. 
La iniciativa de Ley Federal para Prevenir y Sancionar los Delitos Informáticos (Ley Fayad), propuesta por el senador Omar Fayad Meneses (PRI), pretende criminalizar y sancionar en general las expresiones ciudadanas que utilizan las tecnologías y aplicaciones digitales, la red de redes y las plataformas sociodigitales, incluidas aquellas para manifestar su descontento con el poder público y las arbitrariedadesque cometen las autoridades, incluso mediante formas de expresión propias de la cultura digital que emplea estilos, plataformas, programas o software y aplicaciones para producirse y darse a conocer en el ciberespacio. 
Fayad Meneses, actual presidente de la Comisión de Seguridad Pública, fue uno de los senadores que se negó a hacer modificaciones a la iniciativa de Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión (LFTR) en materia de colaboración con la justiciaEl artículo 11 de la “Ley Fayad” retoma el artículo 189 de la LFTR que obliga a los operadores de telecomunicaciones, proveedores de aplicaciones y de contenidos a colaborar con las instituciones de seguridad y justicia en términos de geolocalización móvil de usuarios (aunque desde 2009 existe un decreto en el cual la PGR puede solicitar a los concesionarios de telecomunicaciones localización geográfica en tiempo real); registro, control y conservación de comunicaciones (datos y metadatos) durante 24 meses; bloqueo inmediato de líneas y señales de comunicación móvil, entre otras medidas que atentan contra la libertad de expresión y que pueden ser utilizadas de forma discrecional por la autoridad con fines políticos y no de prevención y persecución del delito. 
Los artículos 21 al 25 de la “Ley Fayad”, que hablan de Intimidación y Divulgación indebida de información de carácter personal, están redactados de forma ambigua, lo cual vulnera la certeza jurídica y la libertad de expresión porque cualquier usuario de Twitter o los creadores de imágenes digitalespodrían ser penalizados con penas de cinco a doce años de prisión y multas de 100 a 200 días de salario mínimo vigente, lo cual atenta contra el artículo sexto constitucional: “Toda persona tiene derecho al libre acceso a la información plural y oportuna, así como a buscar, recibir y difundir información e ideas de toda índole por cualquier medio de expresión.”
Asimismo, estos artículos inhiben la capacidad de innovación de los emprendedores para atender problemas sociales. El Capítulo XII sobre Intromisión abusiva de la privacidad sanciona a los administradores de sitios de Internet (buscadores) si no retiran (bajan) inmediatamente imágenes eróticas obtenidas por diversos usuarios con o sin el consentimiento del afectado. 
Los delitos y abusos que se consuman en el mundo virtual no distan de los que ocurren en la vida “fuera de línea, aunque ahora adopten expresiones anglosajonas como hackingphishing o cracking. Delitos que se cometen en la red de redes como terrorismo, espionaje, pornografía infantil, robo, extorsión, fraude, acoso, intimidación, difamacióncalumnia, acceso ilícito a sistemas y equipos de informática, suplantación o robo de identidad ya se encuentran tipificados en instrumentos internacionales signados por México como el Convenio de Cibercriminalidad de Budapest (2014), en leyes y códigos locales y federales; su prevención y sanción no requieren necesariamente de nuevas leyes sino de decretos de modificación de diversos artículos del Código Penal, de Procedimientos Penales y de la legislación de derechos de autor
Se requiere un equilibrio para que la persecución de delitos cibernéticos no vulnere derechos fundamentales consagrados en la Constitución como los derechos a la información, a la educación, a expresar ideas, de acceso a la información pública, a la cultura, a las TIC, la libertad de expresión por cualquier medio, la protección de datos personales, la privacidad, el derecho de asociación (virtual) o la libertad de conciencia. 
En América Latina, Chile (1993) y Venezuela (2001) tienen leyes especiales sobre delitos informáticos, porque vincularon dichos ilícitos a la seguridad nacional. Sin embargo, la tendencia internacional es a tipificar ciertos delitos cibernéticos en los códigos penales de los países. En este sentido, la Amedi reconoce la necesidad de legislar en la materia con equilibrio, sin vulnerar derechos fundamentales y con la más estricta técnica penal para tipificar delitos aún no reconocidos en México, pero después de un amplio debate y no a través de una ley especial que criminalice la libertad de expresión, sino que sancione las conductas delictivas y que proteja a cualquier mexicano del delincuente cibernético
Antes que castigar, las comisiones de Seguridad Pública del Congreso de la Unión, los distintos órdenes de gobierno y las instituciones de seguridad pública y procuración de justicia debieran crear campañas de concientización, alfabetización y educación digital para prevenir riesgos y delitos en el ciberespacio, formar a los usuarios de Internet (principalmente los más jóvenes) en el respeto a los derechos humanos,informar sobre nuevas formas de acoso a través de la red de redes y sus plataformas de comunicación y capacitar a los jueces para que conozcan y entiendan estas prácticas ilícitas en el ciberespacio y en materia de telecomunicaciones y radiodifusión, que no por utilizar sistemas informáticos y tecnologías de la información difieren de sus objetivos de privar a las personas de su patrimonio, seguridad u honra
Si la “Ley Fayad” reconoce que cada día se cometen más delitos cibernéticos, no es criminalizando a los usuarios de Internet como se previenen y castigan, sino exigiendo y regulando a las empresas, proveedores de servicios, aplicaciones y desarrolladores de software y tecnología mejores sistemas de seguridad, encriptación de datos y políticas de privacidad y protección de datos personales. Nada de esto contiene la “Ley Fayad”. Tampoco se habla de hacer más eficientes los sistemas de procuración de justicia. Pocos efectos tendría una ley de delitos informáticos si en el sistema de justicia nueve de cada diez ilícitos no se castigan (Inacipe).
Los delitos cibernéticos se previenen con programas y campañas de alfabetización digital, y se combaten con nuevas técnicas de investigación del delito, mejores sistemas y tecnologías de la informacióncon estrategias de inteligencia anticriminal y con colaboración internacional, no con represión ni con amenazas a la libertad de expresión y el derecho a la información. Para sancionar este tipo de delitos que ocurren en un territorio sin fronteras como es Internet, se requieren instrumentos internacionales y criterios locales para hacer frente a las conductas ilícitas, pero siempre con respeto pleno a las libertades y derechos fundamentales. 
Los Estados policiacos, aún cibernéticos, no tienen cabida en las sociedades democráticas, como pretende de forma expresa la Ley Fayad. Informar, instruir, orientar, prevenir y educar a la población en el ejercicio pleno de sus derechos fundamentales crea ciudadanías atentas y alertas al delito y los abusos de poder y de las empresas. Queremos más y mejores usuarios de Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) que conozcan y prevengan los riesgos de navegar en Internet. La Amedi llama a abrir el debate incluyente con estricto apego a la técnica legislativa y penal del caso. 
Apenas 54 millones de mexicanos son usuarios de Internet; es a ellos y a los futuros usuarios que habrán de conectarse a la red, principalmente menores de edad, a quienes hay que proteger, garantizar su libertad de expresión y sus derechos a la información, de acceso a las TIC, de privacidad y de datos personales con plena seguridad en esta integración de la población mexicana a la Sociedad de la Información y el Conocimiento que consagra el artículo sexto de la Constitución. Esa es la función del Estado; esa, la obligación de los legisladores y de los gobiernos.
 
2 de noviembre de 2015
 Lic. Jorge Fernando Negrete P. 
Presidente del Consejo Directivo de la Amedi

Consejo Directivo
Lic. Armando Alfonzo, Dra. Alma Rosa Alva de la Selva, Dra. Wilma Arellano, Dra. Delia Crovi Druetta, Dr. Rodrigo Gómez García, Mtro. Carlos Lara, Lic. Gildardo López, Dra. María Elena Meneses, Dra. Patricia Ortega Ramírez, Mtro. Efrén Páez Jiménez, Mariana Torres MaldonadoMtro. Servando Vargas, Dra. Aimée Vega Montiel, Dr. Jorge Bravo. Ismene Flores Guadarrama, Secretaria Técnica.

lunes, 26 de octubre de 2015

El Derecho de Acceso a la Información

Sobre la renovación de la Corte: designación política o arbitraria

En América Latina, con una judicatura tradicionalmente sometida al poder político de turno o al poder económico, hace dos décadas hubo una corriente muy fuerte para migrar del sistema político al sistema profesional en la selección y nombramiento de jueces, partiendo del diagnóstico que —históricamente— la designación política había sido la expresión de ese sometimiento napoleónico de la judicatura al poder político. De esta manera, en las nuevas constituciones que algunos países del continente aprobaron a partir de la década de los noventa, se consagraron consejos de la magistratura o de la judicatura, autónomos del resto de los poderes del Estado e, inclusive, con participación de representantes de sociedad civil (colegios profesionales, universidades, entre otros).

Más de dos décadas después de esos cambios constitucionales, el balance no es el que se esperaba, al menos no del todo. Si bien esta migración ha profesionalizado la carrera judicial y ha desterrado las formas más burdas de injerencia política, no ha logrado reducir significativamente la corrupción política, económica o criminal en la justicia, que ahora opera a través de redes o mecanismos más sofisticados.

Por ello, la lección que desprendemos de este proceso en América Latina, en el que muchos países migraron del sistema político al profesional y otros —como México— se mantuvieron en el primero, es que lo que realmente importa de cara a propiciar una mayor independencia de nuestros jueces, son las garantías que en ambos sistemas se establezcan. En el caso del sistema político, las autoridades que eligen cuentan con un espacio de discrecionalidad, no de arbitrariedad; es decir, esta elección no puede hacerse de cualquier manera sino que está sujeta a determinados parámetros jurídicos y de ética pública.

Desde esta perspectiva, en el caso mexicano creemos que uno de los más elementales criterios que el presidente Peña Nieto y el Senado de la República deben asegurar es que los candidatos a ocupar el cargo de ministro de la Suprema Corte de Justicia, no tengan como único mérito —o el principal— ser o haber sido miembros de los partidos políticos que los van a elegir.

Ciertamente toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento y de conciencia y, en ese sentido, que un candidato tenga una orientación ideológica determinada, no lo invalida para ser designado ministro de la Suprema Corte. Lo que lo invalida —reiteramos— es que su único o principal mérito sea su cercanía o militancia con un partido político determinado, no su afinidad ideológica.

Así, el candidato a ministro de la Suprema Corte debe mostrar —como mérito principal— una trayectoria profesional y personal de tutela de los derechos fundamentales y del Estado de derecho. Sería altamente nocivo para la legitimidad de la justicia, nombrar candidatos con serias denuncias de corrupción o de abusos de poder o que, en lo personal, hayan incumplido obligaciones alimentarias o tengan cuantiosas deudas en el sistema financiero. Sobra mencionar que también sería nocivo designar candidatos con graves denuncias de violencia doméstica o acoso sexual.

Ahora bien, en este punto es innegable que se produce una tensión entre derechos fundamentales. Por un lado, los derechos del candidato a la presunción de inocencia, derecho de defensa, honra y dignidad y; por otro lado, el derecho de la sociedad en su conjunto a contar con jueces y tribunales independientes y autónomos. En un Estado constitucional, estas tensiones no se resuelven priorizando uno de los derechos sino ponderando ambos en cada caso concreto.

En el caso de candidatos a ministro de la Suprema Corte, esta tensión debería resolverse equilibrando o ponderando todos los derechos en tensión: no condenar en forma pública ni por anticipado a ningún candidato con serios cuestionamientos como los reseñados, pero, a la vez, tutelar la independencia de la Suprema Corte, lo que en este caso debería suponer no designar a candidatos con graves cuestionamientos o denuncias, pues el daño que se le haría a la independencia judicial sería desproporcionalmente grave en relación a la tutela de los derechos de los candidatos, a quienes no se les estaría condenando sino sólo no eligiendo para ese cargo.

La jurisprudencia del tribunal europeo de derechos humanos asegura que la justicia no sólo debe ser independiente, sino que también debe parecerlo; criterio que la jurisprudencia interamericana también ha incorporado. En consecuencia, la apariencia de independencia es un parámetro constitucional que también debe ser observado al momento de elegir a ministros de la Suprema Corte, pues permite identificar a los candidatos que no ofrecen —frente a la sociedad— garantías mínimas de independencia e imparcialidad.

Por ese camino, la designación política de jueces —legítima en el derecho comparado— no derivará en un indebido reparto partidario de la Suprema Corte y los mexicanos podrán contar con ministros que —de ser el caso— los protegerán contra los abusos del poder, haciendo primar la lealtad hacia la justicia sobre las lealtades partidarias o personales. Aunque parezca duro decirlo, un juez auténticamente independiente deberá estar dispuesto —llegado el caso- a ser desleal respecto de quienes lo eligieron.

David Lovatón Palacios. Abogado y magister en derecho constitucional. Profesor principal de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) y consultor de la Fundación para el debido proceso (DPLF, por sus siglas en inglés). Fue representante de la sociedad civil en la Comisión especial de reforma integral de la administración de justicia (Ceriajus) del Perú.